C4 y Sal

Ese aparato que siempre está funcionando cuando entras en el salón, y no sabes quién lo encendió. Un vehículo en el que te montas sin querer y sin saber bien a dónde te va a llevar, pero que, irremediablemente, te conduce donde quiere.
De lejos, sin que apenas lo notes, enfrascado como estás en lucha a muerte con una gamba rebelde de la paella, tu cerebro va disfrutando de ese viaje que un vehículo tan atractivo le ofrece. Sonidos, ritmos y colores inmunes a cualquier defensa pasiva.
Así, este verano, como todos desde que tengo uso de razón, nos hemos sentado a la mesa a comer, iluminados por la luz rojiza de los incendios que nos alumbraba a través de la televisión.
Y si piensas que esa defensa pasiva de la indiferencia te mantiene a salvo, estás muerto.
Sin un ejercicio crítico extramuros de la colosal fortaleza mediática que supone la televisión, llegarás a septiembre pensando que los incendios los ha provocado el apocalipsis climático de los 40 grados de toda la vida. Que no hay prevención posible más allá de demoler las imponentes chimeneas de las malvadas centrales térmicas. Aprenderás que limpiar el monte no es cosa baladí, y que ir con una pala retirando las hierbas secas de las cunetas es algo sumamente complicado y peligroso, que requiere de una preparación tan sólo alcanzable por esas cuadrillas de brigadistas que bailan al son de 17 canciones diferentes. Y si te descuidas un poco, y te quedas mirando atentamente la pantalla, te acabarán convenciendo que el incendio lo provocaste tú, por empeñarte en ir con tu coche a un trabajo de mierda.
No sé si es más triste o aterrador.
La tristeza que provoca la degradación del periodismo, o el temor que me produce que una nación, con 50 millones de habitantes, tenga que leerme a mí para conocer la realidad.
A mí.
Un currante de la brocha y el rodillo. Sin estudios. Sin contactos.
Un murciano mal hablado que poda olivos.
Un chaval que se pone un trapo blanco en la cara y nos descubre la cara B de la ideología de género.
Un calvito muy majete que se empeña, todas las tardes, en explicar quién es realmente nuestro amado Presidente del Gobierno.
Un grupo de siete taraos que se empeñaron en contar a la gente lo que pasó un 11 de marzo de 2004…
O una gallega anónima en Twitter que nos cuenta la mafia que rodea los incendios en España.
Ninguno de nosotros forma parte (aun) del artista anteriormente conocido como “El cuarto poder”.
Una profesión, la del periodismo, degradada hasta el punto en que sólo se alardea de carnet en el “Sálvame”. Porque el periodismo, como muchas otras facetas de la vida, depende más de valores que de lecturas y títulos. Y el periodismo, sin verdad, se convierte en un megáfono sin alma.
No se me ocurre mejor servicio a España que demoler hasta los cimientos la Facultad de Ciencias de la Información, echar sal después en el solar, y que así jamás vuelva a crecer nada parecido.
Yo, que estoy escribiendo esto, pretendo ser el explosivo.
Tú, que me lees, ¿Quieres ser la sal?